jueves, 26 de abril de 2012

Ni pío


Salí a buscar unos rayos de sol en este extraño invierno de Barcelona, crucé la bufanda cerca del pecho y me hundí la boina hasta las orejas. Ya en la caminata saqué del bolsillo el cable blanco de los auriculares, que siempre se enreda no importa el esmero que me tome en guardarlos. Quizá sea el espíritu libre de la música que no entiende de izquierdas o derechas. La voz de Leonard Cohen, caía como las hojas del otoño pero esta vez no lograba conectarme con su música: percibí en el auricular izquierdo una interferencia, una chispa que incomodaba mi paseo. Intenté soplando dentro, lo sacudí pero nada. No se por qué intente usarlos al revés, con la L en mi oreja derecha y la R en la izquierda y para mi sorpresa la chispa no solo no desapareció sino que permaneció del lado izquierdo. No era el auricular lo que se había alterado, sino la parte izquierda de mi cuerpo. Mi ojo izquierdo veía las hojas muertas mientras que al derecho le parecían doradas, mi mano zurda tenía frío y se fruncía en un puño mientras la otra marcaba el ritmo de la canción con el índice paralelo al suelo. Hasta el caminar difería, mientras mi costado oscuro se arrastraba, mi parte derecha tiraba hacia adelante como un niño ansioso por llegar al kiosco.
Cuando era chico y me quedaba solo jugando en casa, luego de armar dos ejércitos de soldaditos idénticos, iba cambiando de bando para hacer la lucha lo más simétrica posible, no era raro que los conflictos derivaran todos en tregua cuando me llamaran a comer.
Volví a casa y me senté en el balcón a meditar sobre esto pero el sol de la tarde me acunó hasta entrar en una tibia somnolencia. Como una caricia subliminal se fue metiendo en mi pereza el canto de un pájaro, un trino, después otro, y pronto la música le agregó dimensión a mi modorra. Unos rayos de sol calentando el pecho y el canto del pajarito, trajeron la primavera en plena ola de frío siberiana y pronto llegué a ese punto donde uno entiende que no necesita más para estar bien. Pero ese vértice de sabiduría es más estrecho que la punta de una aguja y siempre pierdo el equilibrio y caigo. De un lado o del otro.
En una cabeceada me espabilé y enderecé el cuello que sonó como un xilofón de madera. Para mi sorpresa el pájaro seguía cantando alegre, como si no se hubiera dado cuenta de que ya me había despertado. Lo busqué con los ojos por el contrafrente de edificios, hasta que me topé con una pequeña jaula cubierta de óxido. No alcancé a ver al intérprete pero di por sentado que vivía allí. Y esa imagen fue suficiente para que el debate de hemisferios se desatara sin campana de largada. Mi parte derecha seguía gozando del pío pío sin preocuparle el espíritu de la melodía, mientras desde la mitad izquierda del recinto una voz de torno estipulaba que es inaceptable disfrutar de la queja de un animal encerrado contra su voluntad.
Ojalá pudiera dar mi opinión en estos dilemas, darle la voz a un ganador, pero nunca estoy seguro y el debate se alarga hasta que me saco los auriculares y subo fuerte el volumen de la vida para no escuchar por un rato.