martes, 11 de octubre de 2011

El burdel de los sueños


Todos duermen. Intento leer pero la pereza y el olor a pinos que entra por la ventana me cierran los ojos. Acaricio la mano de mi esposa y bajo por ese bosque de aromas hacia el sueño. Camino por calles muy iluminadas, con anuncios que se prenden y apagan. El neón de hunde en humo de habanos y remolinos de ruleta que me inspiran audacia. Avanzo hacia una mesa donde hay 3 hombres sentados de espaldas que me dan la sensación de ser despreciables. Pido cartas y juego con ellos. Huelen sangre, soberbios y despiadados. Me sonríen, me acompañan. La montaña de fichas crece y crece. Me siento poderoso, el dueño de mi destino.
Urgente aparezco en un baño enorme , muy blanco,
exageradamente limpio. Sobre la tapa del inodoro armo dos líneas, mejor tres, me refresco y salgo. Vuelo sobre un ruido de máquinas y una lluvia de monedas. En un rincón una lámpara oscila sobre el paño verde, ya no queda nadie y mis fichas tampoco están. Camino. Una gran danesa que se sale de la blusa con bestial dulzura, rouge y risa de champagne.
Una bocanada de olor a coche nuevo me lleva a un buen hotel.
La cojo por detrás, mirándome fijo en un espejo, soy demasiado yo. La atropello con fuerza por unos pocos instantes y todo se desvanece.
Me desplomo en el colchón desierto, entre sabanas frescas con olor a estreno. Y sueño que corro, tambaleándome como un elefante borracho sin poder ordenar mi marcha. Corro descalzo por el bosque, el olor a tabaco y putas me da nauseas, y lo trago entre harcadas. Descalzo entro a una habitación, hay una señora durmiendo, y a su lado un hombre acostado con el traje de oficina puesto que la toma de la mano.
La casa esta en silencio y armonía, un aburrido hogar donde me siento contenido, quiero quedarme.
Abro los ojos dos minutos antes de que suene el despertador, beso a mi esposa y salto de la cama.
Y mientras le sirvo el desayuno a mis hijas disimulo la peste a culpa que sale de una mancha en mi pantalón.

jueves, 6 de octubre de 2011

Ladron de mi cerebro


La Barceloneta es la playa mas cercana al centro de la ciudad y la mas criticada por los catalanes. Además de tener nombre de chancleta está siempre desbordada de turistas. Sin embargo, poder mirar el mediterráneo cada mediodía es una bendición que sigo aprovechando.
Devolví la bicicleta, me puse los auriculares, un reggae me acaricio la nuca y desandé los pocos metros que me separaban del mar. Antes de cruzar la calle imagine el camino que tendría que hacer entre la gente para llegar hasta a la costa. Faltaba poco y el horizonte era un imán azul
El único verde que me faltaba era el del semáforo que tardaba en cambiar. Me quedé mirando los dedos de mi pie que seguían el ritmo de Bob en las ojotas. De repente, como una cachetada, una sombra veloz me devolvió al ruido de los autos. Entre mi cara y mis pies se balanceaba el cable blanco que colgaba de mis orejas. ¿Que había pasado? Todo seguía igual, el mar a pocos metros, las turistas en topless, la sombra de las palmeras hamacándose. No había pasado nada además de que Bob y mi teléfono se habían ido en una moto.
Quedé mudo paralizado, impotente. Pero esas reacciones iniciales fueron las mas suaves. Lo peor llegaría de a poco, como en un goteo de malas noticias.
Con el teléfono se fueron los números de todos mis amigos y el de mi analista. El horario del medico y la lista del supermercado. Las fotos del perro, los mensajes que no leería nunca y la lista de grandes libros por descubrir. Hasta programa que me indicaba las combinaciones del subte y las estaciones disponibles para recoger mi bicicleta. El mapa de la ciudad y la alarma. La linterna, la brújula y la dieta que iba a empezar cada lunes.
Intenté consolarme con ese pasado donde no era necesario ningún teléfono salvador, pero no lo conseguí. El vacío era mas desgarrador que un tango del polaco.
¿Qué hora es? También se fue mi reloj, la guía de las farmacias de turno y el horario de los cines. El código para retirar las entradas del show de mañana. Bob y sus amigos con la música a otra parte. Que desolación. Comienzan a caer las gotas y me recuerdan que mi amigo virtual me hubiera advertido que lleve un paraguas. Camino a casa mirando el suelo, como buscando algo de todo lo que perdí. Crisis. Ya no soy yo. ¿Como era yo antes de internet?