jueves, 1 de agosto de 2013

La represa



Hace una semana que estoy leyendo un libro de Eduardo Sacheri que se llama Papeles en el Viento. Me parece muy bien escrito y la historia me tiene atrapado. El problema no es el libro. El problema es como el estilo y la prosa del libro se meten en mi cabeza, de una manera tan invasiva que si me siento a escribir me salen frases que me suenan Sacherizadas y así con cualquier libro que lea. Me siento un ladrón y me frustro tanto que termino por no escribir nada.
Pero hoy abstraído en el vaivén de la cola de mi perro Coco, encontré una explicación que, al menos por esta tarde, ha servido para acallar a la voz que desde atrás de la oreja me grita Chorizo.
Mi cerebro tiene como casi todos, dos hemisferios individuales conectados por una represa. Todo tipo de información que capten mis sentidos entra como un río correntoso – o como un gotero- al sector derecho. Este jugo de información está constituido por significantes, que caen frescos y desordenados al hemisferio derecho, que habitualmente esta vacío o tiene un fondo de olla con algún sueño sin recordar, o una ex novia de la que no me acuerdo la cara.
Una vez que el nivel sube, se activa la compuerta que deriva hacia la izquierda de mi cabeza. Allí lo esperan millones de mojarras microscópicas que atacan vorazmente todo lo que les pase cerca: libros, fotos, revistas, series de TV, Tom y Jerry, El capital de Marx, una noche fría, un queso gruyer o el idioma catalán. Todo es alimento para ellas, no discriminan –creo que son ciegas- por calidad, erudición, o modas. Todo lo que entra lo atacan y devoran. Así se equilibran los dos estanques para sostener esa idea de que el saber no ocupa espacio. Es falso: si lo ocupa, pero estas mojarras, carnívoras y ciegas se ocupan de ir descomponiéndolo.
Es por eso que cuando leo un libro sus contenidos están tan frescos porque aun flotan sin ser devorados y cuando escribo algo me siento indefectiblemente un ladrón de estilo, o si ví una película inglesa me siento más elegante al salir. Con algo de esfuerzo puedo recordar algo que sucedió hace unas semanas, o una idea de un libro que leí hace un año. Esos datos están frescos aun en el lado derecho de mi cerebro retenidos por alguna duda, y casi seguro irán a parar al centro de reciclaje del otro lado de la represa en algún desborde.
Pero como en cualquier sistema cerrado donde nada se pierde y todo se transforma, estas mojarras dejan restos de su voracidad. Ese excremento se diluye al torrente sanguíneo, o se gasifica hacia los pulmones. Es por eso que alguna reminiscencia potente nos puede hacer latir más fuerte el corazón o dejarnos sin respiración.
Junto con los desechos, las mojarras desovan sin paz huevas de donde nacen las crías. A los 36 grados del cuerpo van naciendo y transitando cada milímetro de tejido blando. Cuando dan un giro completo pasan a través del corazón, que siempre tiene algún dulce para ellas, y así van creciendo hasta llegar, río arriba, a integrarse al cardumen titular.
Una vez que comprendí este complejo sistema en vez de alegrarme, me ensombrecí. Pensé que había encontrado la explicación a por qué me sentía un ladrón, pero me derrotó la idea de que con toda esa información digerida no pueda escribir al menos una línea coherente. Supuse que mis mojarras eran demasiado vagas y comían lento, entonces nunca hacían a tiempo a reciclar todo y lo iban cajoneando como si fueran empleadas públicas. “No tengo destino” cavilé mientras me hundía en la cama a ver televisión.
Era tarde ya y tras dos vueltas completas de zapping comencé a cerrar los ojos y entré en un estado de somnolencia como en una siesta al sol, la voz grave de una mujer comenzó a susurrarme entre sueños. Al principio pude sostenerme en el filo de lo onírico, pero en una distracción se coló, decidida en mi cama, y yo la dejé hacer. No sé cuanto tiempo después me sobresalté en un estado de erección total. Lo cierto es que me reconfortó un poco porque hacía tiempo que no me sucedía, ni en sueños ni en vigilia. Supe que en ciertos sistemas cerrados, si no expulso nada voy a reventar. Y me preocupé por la vida sexual de mis mojarras de reciclaje. En cómo se reproducían si sin tener contacto nunca con el exterior. La respuesta nadó en línea recta hacia el centro de mis ojos: mis mojarras eran de la Realeza. Eso explicaba, no solo su poca aflicción al trabajo, sino que sólo se relacionaban endogámicamente, por lo que su prole, fecundada con el mismo tipo de información genética y sin cruce con ninguna especie dan como resultado un cardumen familiar de peces mogólicos que engendran a su vez otras mas idiotas y así cada día y cada año hasta que abdican o huyen.
Ahora ya no me culpo por robar ideas, cualquier cosa que diga, todo escriba, piense o calle es dictado por un gobierno de peces mogólicos sin mas aspiración que comer y reproducirse dentro de las murallas de su castillo. Lo mismo da que lea los libros clásicos, vea películas de culto o que intente encontrarle coherencia al peronismo. No les interesa nada. Por supuesto, tampoco les interesa mi angustia ante esta página en blanco. Mucho menos que se me haya escapado la erección.

miércoles, 24 de julio de 2013

Ella






Estaba en la cola del banco, odiando a una señora que se demoraba en una charla con el cajero cuando en una distracción me invadió una idea para un cuento. Por su andar parecía buena, y me olvidé por completo del fastidio y del lugar. La idea era elegante y resuelta, me miraba desde un rincón como si nos conociéramos de otra parte o como si siempre hubiera estado en mí. Me abordó con tanta naturalidad que me sentí un poco intimidado y me hice el interesante, confiado en que no se iba a escapar. Pero el llamado del cajero me succionó de la escena y me apuré con mis cuentas impagas.
Cuando regresé a su encuentro ya se había ido, no quedaba ni su perfume de pelo recién lavado, pero no me preocupé demasiado, era una idea muy potente y además ideas como esa no se someten al olvido así nomás.
Pasó ese día, y varias noches y mi idea no volvía, por más que me esforzaba en recuperarla, su forma -mas bien mi recuerdo de su forma- se desdibujaba sin que pudiera hacer nada mas que añorarla. Por costumbre me baño por la mañana, pero en esos días me duchaba cada noche con un jabón de lavanda con la ilusión de que nos encontráramos entre sueños. En la mesa de luz, a un manotazo de distancia tenía preparadas una libreta y una lapicera. Lo peor de su ausencia era que no podía pensar en ninguna otra idea, cuanto más pensaba en su regreso más hueco soplaba el viento.
 Una mañana en que me quedé sin yerba decidí que lo mejor era sacármela de la cabeza, no iba a ser mi primer ni mi ultimo duelo, además si no había vuelto es por que no sería mas importante que cualquier otra  proyección de mis divagues.
Pero una tarde, en plena  mediación de divorcio con mi ex mujer y sus abogados  me pareció reconocer su sombra fugaz a través de una ventana de la única ventana de aquella oficina tan beige. Creo que nadie notó como me sobresalté e intenté mantener cierta presencia, pero estaba tan pendiente de darle caza a la fugitiva que para ser sinceros no comprendí una palabra más de lo que estaban diciendo. Me puse muy ansioso, e inventé una excusa para salir decidido a retenerla de alguna manera, pero cuando llegué al pasillo solo quedaban unas pisadas de tacos que la alfombra nueva iba evaporando. Volví tan decepcionado a la sala que ni escuché que la mediación había fracasado debido a mi falta de interés. Mi ex masculló algo de mis capacidades de siempre y que no quedaba más alternativa que ir a juicio. Su abogado y el mío parecían finalmente coincidir en algo.
Salí del edificio, un grumos de gente se cruzaban delante de mis ojos,  y yo en mi doble derrota no sabía para que lado moverme. Lo primero que pude pensar era si así se sentiría un K.O. Necesitaba alguna certeza y, caminé corrientes a contra sentido hacia una pizzería amiga, porque en momentos de duda no hay nada más seguro que una porción de pizza de parado en Guerrín.
El queso de la pizza se alargó en varios pingüinos del vino de la casa y charlas con desconocidos. Todos parecíamos añorar alguna idea perdida entre resignación y borrachera triste.
Cuando me di cuenta de que ya estaba bien de autocompasión, me fui tanguear mí viernes en las librerías de usados. Entre los LP de Almendra y un póster del polaco me sonríe ahora un papa argentino. Amenazado por la resaca que asomaba me puse a  revistas radiolandia con la ilusión de idearla desde alguna foto, o al menos de olvidarla para siempre. Seguí corriente arriba y cuando cruzaba Callao, en el medio de la avenida aflora, con la naturalidad de alguien que salio a comprar otra botella de vino y volvió. Me quedé pasmado, parecía que nunca estaría para recibirla. Una bocina de colectivo me violó los oídos y de un impulso aterricé en la vereda. Ella seguía ahí, mirando por detrás del hombro, y esta vez parecía dispuesta a quedarse conmigo. Para no asustarla disimulé mi ansiedad de retenerla y busqué mi libreta en los bolsillos, pero solo encontré un puñado de billetes arrugados. Al menos la borrachera no me había arruinado económicamente. A mi alrededor todos los locales estaban cerrados o sus empleados baldeando las veredas. Cada vez que nos encontrábamos el universo parecía una cornisa. Confundido llamé a un taxi agitando el brazo, y pensé que ya tenía todos los movimientos de un viejo. Los vidrios estaban empañados, menos el de adelante, que el taxista insistía en limpiar con una franela que dejaba un camino de pelusas amarillas. Con apuro, para que ella no se moje y le pedí al taxista un papel y una birome.
Me puse a garabatear en la oscuridad las líneas de la historia, siendo fiel a esa figura que me miraba como a través  del humo, pero la birome tosió dos hilos de tinta y se secó a traición, como el agua caliente en plena ducha. Sentí que se escurría como por el espiral que hace el agua en un lavatorio, pero antes de que se vaya hendí un garabato con la punta seca de la birome en el papel.
Llegué a casa, me caí en la cama desecha y me quedé dormido con las zapatillas puestas, empapado pero con la tranquilidad de que en el bolsillo de mi campera había quedado la huella de mi conquista.
Cuando me despertó el sol en la cara la resaca ya había tomado total control de la situación y mi estado de ánimo, busqué a tientas entre las ropa tirada en el suelo mi campera, metí la mano en un bolsillo y solo había un volante de un cabaret y un ticket de supermercado. Metí la mano en el otro y allí estaba el papel a rayas doblado como un fuelle. El alma me volvió al cuerpo.
Me senté en la mesa de la cocina frente a desayuno deshecho y alisé el papel contra el borde de la mesa, pero al abrirlo, en vez de apuntes encontré tallado sin tinta un número de teléfono. No tenia el 15 delante, por lo que deduje que era el número de una casa.
Marqué el número, apoyé el auricular en la oreja y lo escuché sonar. Una, vez, luego otra y otra. Quizás había marcado mal. Me tomé el mate, estaba frío. Marqué de nuevo. Tuuut, Tuuut, seis veces, siete veces. Ocho.
Una voz de mujer atiende y me dice con profesionalismo, “el número que ha marcado no corresponde a una idea en servicio”.
Otra vez se fue, seguro que no era tan buena.

miércoles, 3 de julio de 2013

La boba




La mayoría del tiempo me lo paso dudando. Comienzo el día dudando sobre lo que soñé y, cuando el insomnio ya es remordimiento, dudo entre leer o bajar a la heladera a comer queso. La duda es una hermana boba (no sé si mayor o menor) que me tironea de la correa día y noche.
Ayer me ví obligado a convencerla de que teníamos que ir al cumpleaños  de la hija de mi mejor amigo. Al principio se negó, pero ante la insistencia –de mi amigo- partimos hacia la calle 14 de Julio, en Villa Ortúzar. El viaje en subte fue un martirio, cualquier cosa que la hermana haga a regañadientes se transforma en un fusilamiento intelectual.
Dudé entre caminar del lado de la vía o del cementerio con la ilusión de perderme,  pero tres globos violetas y dos rojos pegados con cinta en un portón de madera me desinflaron la coartada. Toqué timbre y al abrir la puerta, era la foto de una pesadilla recurrente. Caminé por un pasillo bastante ancho, donde repartí las sonrisas que pude, y algún saludo automático que se repitió un para de veces. Por una hendija entre cochecitos 4x4 y bandejas con alfajorcitos de maizena, divisé mi amarra para capear la tormenta social, la última plaza libre de un sillón de tres cuerpos. Como era del lado del apoyabrazos y contra una pared, me protegía del ejército infante y cubría el flanco derecho de cualquier cuestionario acerca de mi eterno estado de soltería.
Apuramos el último paso, y desde aquel rincón, entre la chocotorta y el café, armamos el panóptico ideal para resistir, según mis cálculos más optimistas, al menos dos horas.
Intenté en vano permanecer neutral, pero tanto corneta y guirnalda eran cocaína para mi indecisa compañera. Las mujeres, por un lado, hablando al mismo tiempo de temas recurrentes ¿Se ponen de acuerdo en el temario cíclico -niñera, obra social, jardín de infantes-? ¿Cuál habla y cual escucha cuando hablan todas a la vez? Pensé que, quizás, cada tanto hay un intervalo de descanso en el que respiran, y ordenan la información antes de empezar de nuevo. Los padres, se atrincheran alejados en tríos, o pares dobles. No hablan tanto, o más bien se alternan entre hablar, o asentir con gesto resignado en el sentido inverso de las agujas de la felicidad. No pude escuchar bien porque hablan en una frecuencia inferior a la femenina, pero por la gravedad  del talante supongo que  política, la muerte del sexo o alguna otra crisis dominaban el temario.
El mundo de los niños nos resultó mucho más difícil de codificar. Casi no tenemos experiencia en el asunto y como no manejan los rituales de la cortesía es difícil indagarlos. ¿Dónde aprenden esas canciones de intérpretes que ni sé quienes son? ¿Cómo recuerdan las letras y sobre todo, porque las cantan a los gritos? ¿Este mismo infierno se repite en cada hogar día tras día? ¿Será que el antídoto contra la duda marital es el ruido constante? ¿Cuánto cuesta organizar esta jodita? ¿Y la ropa canchera de estos enanos? ¿Y los juguetes? El que regala juguetes más caros, ¿se gana el favor de los nenes? ¿O el de sus padres?
¿Cómo sostienen estas parejas la idea de verse las caras para siempre? ¿Sueñan despiertos con la luz al final del túnel? ¿Cuando sus hijos sean grandes y ellos jubilados? ¿O será que la ley de lo urgente, disuelve toda duda? ¿Dudan los demás? Me ví en un espejo y pensé que mientras yo titubeo, a los demás se le caen certezas como a mi se me cae el pelo.
    Cuando me quise acordar mis dudas ya habían tejido una red de la cual no sabía cómo salir y empecé a hundirme en las incertidumbres mas profundas. Los envidié a todos, por su coraje, su inconsciencia o lo que sea que los anima. Y entonces me sentí malo. Muy mala persona.
    Y no me gustó nada, porque a nadie le gusta saberse malo, y me esforcé por fantasear ideas positivas para acallar los caprichos de mi hermana. Como una rebeldía para invertir la carga. Me imaginé podía ser sociable, que tenía muchos amigos en todas partes del mundo. Que no me daba pereza llamar por teléfono a mi madre o invitar a comer a mis vecinos, para estrechar los lazos. Me inventé que no quería salir corriendo para volver a casa, a mis libros, a la comida en la cama mirando televisión, volver a mi rabia, a mi odio, mi frustración, mi desasosiego, mi página en blanco, mi remordimiento, mi insomnio. Y si hacía un esfuerzo mas podía imaginar que ser pelado no es tan malo y que cumplir cuarenta puede ser un momento muy feliz.
A pesar de que me costaba creerlo, me ilusioné y se ve que lo hice bien porque me encontré con que el sol había caído, y que quedaba poca gente. Con un optimismo creciente, busqué mi abrigo, agradecí, saludé y me fui. Pude sentir en el cruce de miradas con mi amigo un alivio cómplice.
Caminé en silencio para no despertar a mi hermana y seguí con mi ejercicio para dejar de ser malo.
Fantasee con que puedo ser feliz con lo que la vida me dió, que no envidio el futbol brasilero, y que no deseo que River vuelva a la B. Bajé a saltitos la escalera del subte mientras imaginaba que me apasiona la música clásica, que puedo pasarme la tarde entera tirado en el sillón escuchando un disco de jazz (o dos, no tengo idea de cuanto duran) y que podía mantener la cocina limpia y la ropa en el placard.
Me senté en el asiento de felpa sintética roja, y mi castillo de bondad pareció temblar cuando arrancó el coche. Hice un esfuerzo y volví al tema de la sociabilidad, que era por donde había empezado. Repetí que no tenía por que aburrirme en compañía de los demás ni volver a preguntarme “qué carajo hago yo acá”. Mi hermana parecía espabilar para interrumpirme, pero antes de que hable la primeree.
-- Nos tenemos que dejar de renegar con la vida.
--¿Qué decís?--Me resopló
-- Eso, que hay que ser bueno, que la ironía no lleva a nada. Hay que ser buena gente.
Ácida, como una pila alcalina, me contestó:
--No existe la “gente buena”, cuando lo clavaron a Jesús se acabó eso. Pavote.
-- No me refiero al sentido idiota de “gente buena”.
-- ¿Entonces, genio de la auto-ayuda? Me dijo con los ojos cerrados.
-- No sé, quizás un concepto nuevo, uno que no se haya inventado todavía, le dije entusiasmado
--Tenés más dudas que yo. Despertáme en Congreso, dijo. Bostezó y se acomodó para seguir durmiendo.
Casi caigo knockout, pero tomé impulso contra las sogas, y contraataqué pensando que acaso para ser bueno, haya que ser un poco malo. Un poco yo, y un poco ella, especulé.
No lo sé porque no creo que yo sea bueno del todo, pero tampoco tan malo. Pensándolo mejor, hasta los mas malos son en el fondo un poco buenos, los domingos, o en Navidad quizás.
Salí de estas cavilaciones cuando noté que un señor en jogging, sentado al lado mío, me vio gesticular en silencio. Me dió tanta vergüenza  que mi hermana se despertó de golpe y me arrasó  con una estampida de pensamientos horribles sobre todo el mundo (aunque también sobre mi mismo).
Faltaban dos paradas para llegar a dondequiera que me llevaran esos túneles de ideas, cuando el hombre del jogging me preguntó si el coche iba para el centro. Con algo de pena le dije que iba en la dirección contraria. El tipo se quedó en silencio unos segundos y al final me dijo:
-- Bueno, qué importa. Llego a la terminal y vuelvo.
Quedé congelado por la simpleza con que tomó la novedad y supe que ahí había algo de sabiduría, incluso de heroísmo.
Al otro día me propuse viajar sin saber a dónde, pero cuando quise sacar el boleto, mi hermana se adelantó y compró boletos de ida y vuelta para los dos.
No es fácil ser bueno.