jueves, 16 de junio de 2011

Tiempo de descuento

Llegaba tarde como siempre. Aceleró. Cruzó dos semáforos en rojo y entró al club sin darle tiempo al encargado de pedirle el carnet. Estacionó el coche sobre la vereda. Era el partido final y no quería perder ni un minuto.
Entró al vestuario desierto, todo el equipo estaba ya haciendo el precalentamiento en la cancha. El aire era pesado y húmedo, cargado de virilidad. Atropellado, se sacó en un movimiento la camisa y la corbata. Dejó caer el pantalón y los calzoncillos y se los quitó como si pisara vino. Abrió el bolso y sacó primero los botines, luego las medias y el short. Afuera, los ruidos secos de la pelota lo agitaban aún más.
Otra vez no haría a tiempo de vendarse los tobillos, se subió las medias y acomodó el pantalón un poco debajo de la panza, donde le apretaba menos.
Antes de ponerse la camiseta se dio cuenta de que se meaba. La colgó en la percha y corrió hacia el baño como si tuviera tacones. Los clavos de los botines tecleaban sobre el piso de mosaicos. Atravesó la zona de duchas aún mojada del partido anterior.
Y al girar a la derecha su botín resbaló sobre un trozo de jabón deshecho en un charco de agua. El pie izquierdo cruzó por debajo de la pierna derecha. Su cuerpo se desestabilizó como si alguien hubiera tirado de una alfombra invisible debajo de él. Mientras caía, el hombre tuvo la fugaz visión de un borde de mármol.
Su cabeza golpeó sólidamente contra la mesada. El ruido sonó en su cabeza como un martillazo a un paquete de galletas.
Quedó tendido en el suelo, sobre su espalda. Tenía la boca abierta pero respiraba tranquilo. El suelo estaba fresco y flotaba en el aire un aroma de cremas mentoladas. La posición era cómoda y la sensación grata, hasta pudo haberse reído. Pero reparó en que de atrás de la cabeza brotaba abundante sangre. Intentó girar el cuello pero no podía mover un músculo. Cerró la boca y con esfuerzo tragó una bola de mucosa metálica. Con el rabillo del ojo vió como su propia sangre se mezclaba con el agua jabonosa de las duchas y formaba un hilo rosado que bajaba por la alcantarilla hacia el desagüe.
Inmóvil, recorrió en su mente la secuencia y tuvo la inexorable seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. Se moría.
No han pasado ni 4 segundos. La sombra que proyecta la pared no ha avanzado ni un milímetro, el partido todavía no comenzó.
De repente acaban de resolverse todas sus divagaciones a largo plazo, sus planes. Puede considerarse muerto, sólo, acostado en aquel vestidor. Pero abre los ojos y mira. ¿Qué ha pasado? Es una pesadilla? Que ha cambiado? Nada. Acaso no es este el mismo sitio donde vengo todas las semanas?
A lo lejos ve su bolso de cuero marrón, apoyado en un banco de madera blanco, su ropa de trabajo en el suelo, y la camiseta del equipo de amigos colgando de una percha, con el numero de siempre, el once. No alcanza a ver más allá pero sabe muy bien que a sus espaldas está el vestidor de damas, y que en la dirección de su cabeza, allá atrás están los juegos de los niños. Todo exactamente como siempre.
¿Qué pasa entonces? Es o no es otro jueves de futbol? Son estas las mismas duchas donde se bañó mil veces? Nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace un minuto, él, su persona no tiene nada que ver ya con el club, con sus amigos, con su camiseta. Ha sido arrancado bruscamente de su vida por un trozo de jabón y un pedazo de mármol Hace 2 minutos. Se muere.
Pero se resiste, no puede aceptar la idea del final, mueve un pie y mira sus zapatos (están viejos, pronto tendrá que comprar unos nuevos).
No sabe que hora es, sus amigos lo deben estar esperando, quizás pueda jugar el segundo tiempo. Imagina su posición en la cancha, va a intentar patear más al arco.
Suena un silbato, empezó el partido. Son las diez de la noche.
Cierra los ojos y se concentra en los sonidos que entran por la ventana. Unos gritos, lo escucha a Javier, a Ernesto. Conoce a la perfección cada nota. El seco golpe de la pelota en la parte interna del pie, las pisadas sobre el césped, el ruido del golpe en un caño.
Tendido sobre su espalda , con las piernas estiradas, sonríe mientras escucha la música de la pelota inflando la red.

miércoles, 15 de junio de 2011

Cara y seca.

La puerta es alta y gruesa, con un marco de madera de roble tallada y está siempre abierta de par en par. Entrar por ella fue mucho mas sencillo de lo que yo pensaba. Las paredes son antiguas y descascaradas. Dividen, pero no tapan, yo veo. Veo las miradas que me evitan, veo las burlas, y la vergüenza que me corta. Veo la ironía y la soberbia de los que creen que sus ideas están mas calibradas que las mías, que sus grises son más reales que mis verdes.
A través de las grietas escucho sus voces que filtran lo que piensan y sus risas masticando miserias.
Y tengo miedo, y ya no quiero hablar, no voy a decir cuanto duele lo que sus muecas construyen. Ahora dudo de mi voz entre tantas voces, quedó mi juicio en un consultorio y la llave se la llevaron los pájaros que dejaron encerrado el eco de su aleteo, que rebota sin pausas en estas paredes. Aquí duermo encerrado en un abrazo del olvido, pero afuera me arrastro bajo dedos que me apuntan. La herida que separa estos mundos sangra en sustancias químicas, sutiles miligramos que llueven ácidos. Una tormenta sin girasoles. Una profunda tristeza que me deja afuera del orden y a Ud. adentro. O a mi libre y Ud. preso.
Hay momentos de mi vida que no recuerdo, como marcos vacíos en la pared, y aunque busco los colores sólo veo lástima y gente de espaldas. Amigos de espaldas, vecinos de espalda, miradas de espalda. Todos de espalda, menos mamá, que viene a escuchar lo que quiero decir. Me abraza fuerte y me trae galletitas de coco. Me dice que voy a estar bien, que vamos a ir a casa. Yo le digo que si, para que no se ponga mal, pero la verdad es que yo no quiero salir de acá, no quiero que me miren con esos ojos que secan. Afuera yo soy un loco. Y no soy nada más. Porque no hay un después para los locos.
Cuando todo se aquieta, aprieto los ojos y veo padres e hijos proyectados, volviendo a casa tomados de la mano.
Las paredes son sinceras, no cambian como las personas.
Las paredes no tienen espalda.