miércoles, 15 de junio de 2011

Cara y seca.

La puerta es alta y gruesa, con un marco de madera de roble tallada y está siempre abierta de par en par. Entrar por ella fue mucho mas sencillo de lo que yo pensaba. Las paredes son antiguas y descascaradas. Dividen, pero no tapan, yo veo. Veo las miradas que me evitan, veo las burlas, y la vergüenza que me corta. Veo la ironía y la soberbia de los que creen que sus ideas están mas calibradas que las mías, que sus grises son más reales que mis verdes.
A través de las grietas escucho sus voces que filtran lo que piensan y sus risas masticando miserias.
Y tengo miedo, y ya no quiero hablar, no voy a decir cuanto duele lo que sus muecas construyen. Ahora dudo de mi voz entre tantas voces, quedó mi juicio en un consultorio y la llave se la llevaron los pájaros que dejaron encerrado el eco de su aleteo, que rebota sin pausas en estas paredes. Aquí duermo encerrado en un abrazo del olvido, pero afuera me arrastro bajo dedos que me apuntan. La herida que separa estos mundos sangra en sustancias químicas, sutiles miligramos que llueven ácidos. Una tormenta sin girasoles. Una profunda tristeza que me deja afuera del orden y a Ud. adentro. O a mi libre y Ud. preso.
Hay momentos de mi vida que no recuerdo, como marcos vacíos en la pared, y aunque busco los colores sólo veo lástima y gente de espaldas. Amigos de espaldas, vecinos de espalda, miradas de espalda. Todos de espalda, menos mamá, que viene a escuchar lo que quiero decir. Me abraza fuerte y me trae galletitas de coco. Me dice que voy a estar bien, que vamos a ir a casa. Yo le digo que si, para que no se ponga mal, pero la verdad es que yo no quiero salir de acá, no quiero que me miren con esos ojos que secan. Afuera yo soy un loco. Y no soy nada más. Porque no hay un después para los locos.
Cuando todo se aquieta, aprieto los ojos y veo padres e hijos proyectados, volviendo a casa tomados de la mano.
Las paredes son sinceras, no cambian como las personas.
Las paredes no tienen espalda.

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