viernes, 29 de julio de 2011

IEMANJA

El departamento era un cubo con dos habitaciones, en una de ellas había una maleta a medio deshacer sobre la cama, unas zapatillas de running descansando y papelitos dorados de toblerone por todos lados. Sobre la mesa del living había una revista soft porno y una tarjeta de embarque de Lufthansa. "Mr. Plotinski. Varsovia-Frankfurt-Salvador. 31 jan 1999.
Me duché y me vestí con ropas livianas para salir a dar una vuelta. Necesitaba ventilar un poco la cabeza, estirar las piernas. Bajé por una calle arbolada, las flores colgaban voluptuosas de los arboles. El clima húmedo me hizo transpirar y me quité la camisa. El sudor de mis pies resbalaba en la goma de mis ojotas nuevas.
Una mujer mayor, redonda en su falda blanca y con un turbante en la cabeza pasó caminando a mi lado. Por mirarla resbalé y patee sin querer un pequeño altar, unas velas rojas que iluminaban unas figuras que no reconocí.
Llegué a una playa de arena clara. La marea estaba baja y dejaba al mar alejado del malecón. Me acerqué a la costa y observé el horizonte como si fuera la ultima vez.
Caminé por el límite húmedo que deja el agua al retirarse y de vez en cuando permití que la espuma tocara mis pies. El olor se filtraba en mis divagaciones y la humedad salina se me pegaba en las manos.
Agobiado por el calor me detuve en un chiringo, pedí algunas caipiriñas de más. Mujeres en biquini desfilaban de un lado al otro de la playa reflejando una luz cobre.
Aturdido por el sol y la cachaca percibí la mirada de una morena muy joven. Su sonrisa asomaba entre las hojas de una palmera que se balanceaban con el viento. Mientras dudaba, como siempre, ella se levantó, pasó entre unos frondosos helechos y avanzó decidida hasta mi mesa. Sus pezones me miraban fijo a través de dos triángulos verdes.
— Buenas tardes—
— Muy buenas, ¿querés sentarte conmigo?
— ¿Estás solo?
— Con tu ausencia. Andrés¬—me presenté-
— Renata.

Bebimos y reímos por igual, los roces sucedieron con falsa inocencia. Cuando las sombras ya se alargaban decidimos darnos un baño. Caminamos hacia la costa de la mano. Bromeamos con el frio de agua. Renata se aferró a mi con sus brazos y sus piernas. El primer beso inauguró nuestra intimidad. Arriba y abajo, flotamos. Salados, el pelo mojado, las manos bien abiertas. Arriba y abajo. Las uñas en la piel.
Sus pies se hundían en la arena y se levantaban en punta de pie, marcando sus largas pantorrillas negras. Una tobillera de piedras rojas, marcaba el ritmo de sus pasos. En su bikini lima era como una Eva del trópico.
—¿Vocé sabe que día es hoy?
—Dos de febrero.
—Fiesta de Iemanja, hoy los espíritus de los esclavos salen del mar para jugar.
—Como nosotros?
—Quizás puedas ser mi esclavo hoy—dijo y una carcajada quedo flotando como el humo de un cigarrillo.
La playa comenzó a poblarse de personas vestidas de blanco, caminaban lento rumbo al mar como en una procesión. Llevaban flores y velas. Miles de llamas a lo ancho de la bahía eran un camino de fuego que entraba en el mar oscuro. Un pulso lento de tambores acompañaba el respetuoso ritual. La gente entregaba ofrendas al mar. Las flores y las frutas flotaban entre las velas, las faldas de las mujeres eran lotos blancos fosforesciendo. En silencio comenzaron a salir. Alrededor de fogatas celebraban y bailaban. No pude sentir evitar envidia por la alegría de su fe.

Cuando noté que había olvidado mi camisa me alegré de que el chiringo estuviera tan lejos, y le pedí a Renata que me acompañara al depto. para buscar otra. Sonrió a través de su pelo ondulado y dejando caer la cara hacia un costado dijo que si en silencio. Borrachos, nos escondimos del conserje y llegamos al departamento, desde dentro sonaban Los Pet Shop Boys a todo volumen. Abrí la puerta con sigilo. Mediante señas le indiqué a Renata que mi compañero estaba en el baño. Entramos a mi dormitorio, furtivos, nos besamos. Tomé una musculosa de algodón blanca y unas zapatillas. Como dos niños traviesos huimos conteniendo las carcajadas.
El departamento de Renata tenia un olor humilde tapado con incienso, dos habitaciones y un living bastante amplio en el que había un grupo de chicos y chicas que tocaba la guitarra y cantaban.
Saludé cortésmente , hasta que Renata me llevó de la mano hacia una habitación al final del pasillo. Me desnudó con brutalidad y me empujó contra una pared, y me desnudó en un movimiento. Desaté un nudo de su biquini lima que cayó hasta sus tobillos
El colchón de una plaza sufría nuestra pasión. Renata tenía mucha fuerza y una animal manera de amar. Inmovilizaba mis muñecas y marcaba el ritmo del encuentro, cada embate era una acto de maldad. La oscuridad a nuestro alrededor era menos profunda que la piel opaca de Renata. En la penumbra de la habitación era una pantera acechando
Alguien entró a la habitación sin preguntar, se iluminó nuestra intimidad pero Renata pareció ignorarlo. Luego entraron dos mas, creo que se detuvieron a mirarnos, intenté decir algo pero Renata me hizo callar mordiéndome los labios.
Entre los quejidos de la cama de pino barato, escuché tambores y voces.
Un creciente temor fue corriendo el velo erótico de la escena, pero Renata no tenia ningún interés en detenerse y yo no me animé a interrumpir su ataque. Ya había perdido de vista mi placer, solo quería irme.
Luego de unos espasmos exagerados, Renata se levantó agitada y salió de la habitación, al abrir la puerta un resplandor fuego y el pulso de los tambores retumbó en mi pecho.
Rápido, antes, de que regrese me puse el bañador, no encontré la camiseta. Caminé hacia la puerta pero me congeló una imagen tenebrosa.
Desnuda, Renata bailaba en el centro de sus amigos que cantaban a los gritos. Bebía a borbotones de una botella sin etiqueta, con la otra mano sostenía un cuchillo de cocina. En un circulo de velas el cuerpo de un animal muerto se desangraba y en un rincón un hombre permanecía atado a una silla, amordazado y con cara de terror. Los pies de Renata se despegaban del suelo haciendo un chasquido en cada paso, marcando las huellas rojas de su danza.
Quedé mirando sin parpadear por un rato, hasta que Renata clavó sus ojos en mi. Habló y su voz sonó ajena, como un trueno. Comenzó a caminar hacia mi. Sus compañeros aumentaron el ritmo de los tambores, comenzaron a observarme y a repetir a una palabra africana.
Abrí una puerta que había a mi derecha, cerré con llave y la bloquee con mi espalda contra ella. Un pequeño lavabo, una ducha con un calentador eléctrico y un pequeña ventana de vidrio opaco parpadeaban a la luz de un tubo. A mi espalda los golpes hacían crujir la puerta hueca.
El corazón me latía como un bombo, maldije mi testosterona y la hora en que se me ocurrió hacer este viaje.
Abrí la ventana, un piso mas abajo había un jardín y una reja lo separaba de la calle. Como pude saque primero una pierna y luego la cabeza. La puerta comenzó a ceder a los golpes hasta que saltó la cerradura la puerta se abrió como una cachetada. Vi un racimo de caras furiosas, miré otra vez hacia abajo, me colgué de los brazos y salté. Caí en el jardín y mis rodillas crujieron, me levanté como pude, subí a la reja y salté a la vereda. Antes de ponerme a correr mire hacia la ventana y vi las caras amenazantes que movían sus bocas, aunque yo no escuchaba nada, solo veía la cara de Renata furiosa. Con sus narinas abiertas, se paso el dorso de la mano por la boca y una pincelada roja le cruzo el mentón.
Corrí por las calles de Salvador. En cada recodo había precarios altares, velas, flores. Tambores, sombras, romero y licor. Desorientado, caminaba descalzo. Los adoquines húmedos reflejaban las luces que colgaban de los balcones formando manchas rojas, verdes y amarillas. Sin dinero, sin teléfono, sin zapatos. La humedad era sofocante, el sudor caía, recorría mi cuerpo y regaba como una ofrenda mi escape. Pisé un charco de pis, y otro. Los espíritus esclavos jugaban conmigo, desde las sombras sentía que miles de ojos me perseguían. Dí vueltas en círculos por las calles trenzadas del Pelourinho hasta que un par de horas después pude encontrar el camino de regreso , el conserje intentó decirme algo pero al verme, la cara se le desmoronó y volvió a su oficina.
Subí por la escalera y abrí la puerta, dentro del baño se escuchaban risas y ruidos bajo la ducha. Me desplomé en el sillón a esperar que llegue mi alma. Hundí la cabeza en mis manos, mis pies estaban inmundos. Me quería bañar. Creo que dormité por un instante, soñé su presencia, su voz. Nuevas carcajadas me despertaron.
Caminé hasta el baño para preguntar a mi compañero si faltaba mucho cuando vi la puerta entreabierta de su habitación. Presioné con mi hombro suavemente pero algo la trabó. Empujé mas fuerte , algo se rompió. Las piedras rojas de una tobillera rodaron por la alfombra gris y una bikini verde colgaba de la mesa de luz.
Agarré la billetera, el pasaporte y me largué. Por debajo de la puerta del baño subía vapor y música trance.

domingo, 24 de julio de 2011

Máncora


Repasé todo lo que hice mal, tragué otro buche de pisco caliente y aceleré un poco más. El norte me aleja de casa pero no pienso en volver.
Si el diablo vive en algún lugar, seguro es el desierto, en alguna cueva bajo la arena, en una sombra que sólo él conoce. Perdido aquí aceptaría cualquier pacto. Asomo la cabeza por la ventana y el aire caliente me seca la nariz , solo veo cactus que parecen acompañarme pero se pierden en espejos que corren hacia el horizonte. Acelero más, el motor gasolero es un caballo agotado; subo el volumen y la guitarra negra de Buddy me rescata una vez más. Espero llegar a Máncora a pasar la noche, y al otro día continuar hacia Ecuador.
Máncora cuelga sobre la costa del pacífico, tiene un mar salvaje y ese halo ilegal de los pueblos fronterizos. Encontrar un lugar para dormir no fue difícil. Bajé de la camioneta y sufrí mis vertebras crujir cual mueble viejo. En el umbral de la puerta colgaba el letrero de madera que se hamacaba sobre un perro que a la sombra honraba la siesta. Era temporada baja y pude elegir un cuarto con vista al mar. Subí los dos pisos por escalera cargando mi insufrible mochila. La habitación invitaba a quedarse a vivir, el baño era a cielo abierto y las paredes estaban revestidas de hojas de palma. Al pie de la cama había una gran ventana y un balcón que asomaba al Océano Pacífico.
Tiré la mochila en un rincón y bajé a beber una clara.
Una pérgola de cañas rodeaba a la terraza de arena que se extendía hasta la costa del mar. Con el último parpadeo del sol las velas comenzaron a esparcirse , eran luciérnagas sobre las mesas de madera. Bob Dylan acompañaba con su voz de vieja los arrumacos de dos adolescentes con rastas. Como el ambiente romántico insistía en eludirme, decidí acompañarme con una jarra de sangría fría. Busqué algún acento afín, pero ninguno de los huéspedes parecía ser local.
Llegó la sangría y llegó el ceviche que me llenó de frescura de lima y cilantro. Me preparé para saborear la carne blanca de un lenguado.
– Boa noite .
_–Hola –dije con el tenedor a mitad de camino del plato y mi boca.
–¿Interrumpo?– me preguntó una morena, y se acomodó un bucle caprichoso tras la oreja.
– Nunca– alcancé a decir y me levanté a acercarle una silla para disimular la sorpresa.
– Meu nome es Nina. Um prazer
Cuando reía se le formaban dos hoyuelos decoraban una expresión de aniñada picardía, los rizos rebeldes que caían sobre sus ojos le daban un toque de misterio. Tenía los hombros rectos y elegantes y sus manos giraban en el aire como una hoja seca. Nuestro portuñol fluía entre el vino ,el brillo de sus dientes blancos y sus ojos negros. Lugares visitados en común, alguna ilusión de una vida mas cercana a la naturaleza en un futuro no muy lejano y toda clase de coincidencias acompañaban mis inminentes ganas de devorarla viva.
El mozo barría el patio, una lámpara se mecía bajo la galería de cañas y el perro de la entrada dió varias vueltas antes de recostarse al pie de la escalera con quejoso suspiro..
– Quieres algo mas de beber?– le ofrecí.
– Mais uma caipirinha, y nos vamos. Se puso de pie y a pesar de algún balanceo sostuvo intacta su gracia. Se adelantó unos pasos y sus caderas hicieron flamear su fino vestido azul, era una sirena con los sandalias en la mano. Borrachos, conocimos cada rincón de la escalera entre besos salados y mordidas. Encontré como pude la cerradura y abrí la puerta. El tul sobre la cama era una medusa blanca flotando en la brisa y la luz de la luna se derramaba sobre la sabanas de hilo blanco.
Fui al baño y me busqué en el espejo, como para contarle a alguien lo que me estaba pasando. Miré al cielo, agradecí a las estrellas y me apuré a regresar antes de que el alcohol pasara a ser el peor enemigo.
Desde atrás la luz encuadraba la ventana y bañaba el balcón, la cama y la pierna derecha de Nina que estaba tendida de costado.
– Ven aquí, gostoso–me dijo y apoyó en la mesa de luz el vaso con restos de azúcar y lima.
Rodamos de lado a lado de la cama enredados en bikinis, arena y olor a coco. Descubrí con lentitud cada recodo de su cuerpo, probé la sal de su piel y su sudor primitivo.
La marca de su bañador iluminaba un camino blanco, la cadera y los omóplatos eran una duna que el viento moldeaba en esa noche de febrero. Contorsiones, susurros en portugués. En el momento en que comencé a creer que nada de lo que pasaba era un sueño, un estruendo cercano nos congeló.
Luego un segundo de silencio. Otro y otro mas.
Nada.
Intenté convencerla de continuar alegando que sería un gato corriendo por el techo pero mientras divagaba explicaciones una enorme sombra se proyectó sobre nosotros cubriéndonos como un eclipse. Nina volteó la cabeza, soltó un grito corto y de un salto se puso de espaldas, se cubrió con la sabana hasta la nariz y me dejó con las manos sosteniendo una cintura invisible. Miré por sobre mi hombro y encontré la figura de un hombre parado en el balcón, mirándome con los brazos cruzados sobre su generoso abdomen. No recuerdo haberme sentido tan vulnerable en mi vida, desnudo, de rodillas y con mi deseo en evidencia a la luz de la luna frente a esta enorme irrupción que me escrutaba en la oscuridad.
Dió un paso hacia adentro y se detuvo al pie de la cama. Lo siguió una estela de alcohol y transpiración. Me observó en silencio unos instantes y comenzó a caminar alrededor de la cama. Tenia un tatuaje al costado de su cabeza calva. Pasó a mi lado, se metió en el baño y prendió la luz que iluminó un rincón de la habitación.
El grifo chirrió al abrirse .El hombre murmuraba algo mientras dejaba correr el agua. Sus manos se refregaban lubricadas por el jabón y soltaba un sonido húmedo. Cerró el grifo y se secó las manos mientras cantaba una cumbia peruana que decía algo de una suegra.

Apagó la luz y caminó hacia nosotros, recorrió a Nina con la mirada y con ternura observó sus ojos que se asomaban por debajo la sabana. Bordeó la cama haciendo crujir el piso de madera con sus pies descalzos y se detuvo frente a mí. Lentamente comenzó a levantar su mano derecha. Nina se estremeció detrás mío. El tatuado extendió su brazo hacia atrás y tiró una la lámpara que estalló contra el suelo. El perro soltó un ladrido seco que retumbó en la noche. La sombra sostuvo la mano sobre mi cabeza, cerró el puño y pareció dudar. No pude evitar cerrar los ojos. Su risa fue llenando el vacío de la habitación hasta ser una carcajada. Dejó caer su pesado brazo y mostrando su dentadura incompleta me extendió su mano.
–¡Lo tenemos todo compañero, lo tenemos todo! –me decía mientras me sacudía.
Liberó mi mano y se fue al balcón, donde perdió su vista en las estrellas. Hundió el dorso de sus manos en la cintura , levantó el pecho, respiró hondo y dijo algo incomprensible. La miré a Nina y levanté los hombros con desconcierto. El visitante bajó la cabeza , dejó escapar un suspiro y pareció comprometer su equilibrio por un instante, medio paso a la derecha y otro en diagonal provocaron que perdiera la vertical y desapareciera por la baranda del balcón. En su caída atravesó la pérgola de cañas del primer piso y golpeó contra el techo de la planta baja, rodó por las tejas que sonaron como un xilofón de barro y cayo en la arena, como una bolsa de papas. Un quejido fue lo último que escuché de su boca.
Intenté convencer de Nina de continuar nuestro romance pero la situación era irrecuperable.
El vestido azul cayo sobre sus caderas como un telón, recogió las bragas del suelo, las metió en el bolso. Se fue y me dejó con el eco de lo absurdo flotando en el aire.
Me senté en una silla de bambú a mirar el mar, y fumando un cigarrillo busqué alguna moraleja en la experiencia vivida. Una explicación del orden divino o las constelaciones. Quizás el karma. No la encontré.
A la mañana siguiente desayuné en la misma mesa donde la conocí, pero Nina no apareció. Pedí un zumo y unas tostadas de pan de centeno, para justificar un cigarrillo.
Desde el fondo de un pasillo unas voces anticipaban la llegada de una pareja, el tono de la mujer fue subiendo y se confirmó en insultos y recriminaciones. Unos pasos detrás de ella apareció el pelado de la cabeza tatuada con una con una pierna enyesada y sostenido por muletas. La mujer pagó la cuenta sin dejar de gritarle y amenazarlo. El hombre levantó la vista del suelo y me encontró mirándolo. Resignados sostuvimos una mirada de Comprensiva complicidad. Siguió en silencio a su esposa y yo dejé dos soles de propina.
Una noche lo tuvimos todo.