domingo, 24 de julio de 2011

Máncora


Repasé todo lo que hice mal, tragué otro buche de pisco caliente y aceleré un poco más. El norte me aleja de casa pero no pienso en volver.
Si el diablo vive en algún lugar, seguro es el desierto, en alguna cueva bajo la arena, en una sombra que sólo él conoce. Perdido aquí aceptaría cualquier pacto. Asomo la cabeza por la ventana y el aire caliente me seca la nariz , solo veo cactus que parecen acompañarme pero se pierden en espejos que corren hacia el horizonte. Acelero más, el motor gasolero es un caballo agotado; subo el volumen y la guitarra negra de Buddy me rescata una vez más. Espero llegar a Máncora a pasar la noche, y al otro día continuar hacia Ecuador.
Máncora cuelga sobre la costa del pacífico, tiene un mar salvaje y ese halo ilegal de los pueblos fronterizos. Encontrar un lugar para dormir no fue difícil. Bajé de la camioneta y sufrí mis vertebras crujir cual mueble viejo. En el umbral de la puerta colgaba el letrero de madera que se hamacaba sobre un perro que a la sombra honraba la siesta. Era temporada baja y pude elegir un cuarto con vista al mar. Subí los dos pisos por escalera cargando mi insufrible mochila. La habitación invitaba a quedarse a vivir, el baño era a cielo abierto y las paredes estaban revestidas de hojas de palma. Al pie de la cama había una gran ventana y un balcón que asomaba al Océano Pacífico.
Tiré la mochila en un rincón y bajé a beber una clara.
Una pérgola de cañas rodeaba a la terraza de arena que se extendía hasta la costa del mar. Con el último parpadeo del sol las velas comenzaron a esparcirse , eran luciérnagas sobre las mesas de madera. Bob Dylan acompañaba con su voz de vieja los arrumacos de dos adolescentes con rastas. Como el ambiente romántico insistía en eludirme, decidí acompañarme con una jarra de sangría fría. Busqué algún acento afín, pero ninguno de los huéspedes parecía ser local.
Llegó la sangría y llegó el ceviche que me llenó de frescura de lima y cilantro. Me preparé para saborear la carne blanca de un lenguado.
– Boa noite .
_–Hola –dije con el tenedor a mitad de camino del plato y mi boca.
–¿Interrumpo?– me preguntó una morena, y se acomodó un bucle caprichoso tras la oreja.
– Nunca– alcancé a decir y me levanté a acercarle una silla para disimular la sorpresa.
– Meu nome es Nina. Um prazer
Cuando reía se le formaban dos hoyuelos decoraban una expresión de aniñada picardía, los rizos rebeldes que caían sobre sus ojos le daban un toque de misterio. Tenía los hombros rectos y elegantes y sus manos giraban en el aire como una hoja seca. Nuestro portuñol fluía entre el vino ,el brillo de sus dientes blancos y sus ojos negros. Lugares visitados en común, alguna ilusión de una vida mas cercana a la naturaleza en un futuro no muy lejano y toda clase de coincidencias acompañaban mis inminentes ganas de devorarla viva.
El mozo barría el patio, una lámpara se mecía bajo la galería de cañas y el perro de la entrada dió varias vueltas antes de recostarse al pie de la escalera con quejoso suspiro..
– Quieres algo mas de beber?– le ofrecí.
– Mais uma caipirinha, y nos vamos. Se puso de pie y a pesar de algún balanceo sostuvo intacta su gracia. Se adelantó unos pasos y sus caderas hicieron flamear su fino vestido azul, era una sirena con los sandalias en la mano. Borrachos, conocimos cada rincón de la escalera entre besos salados y mordidas. Encontré como pude la cerradura y abrí la puerta. El tul sobre la cama era una medusa blanca flotando en la brisa y la luz de la luna se derramaba sobre la sabanas de hilo blanco.
Fui al baño y me busqué en el espejo, como para contarle a alguien lo que me estaba pasando. Miré al cielo, agradecí a las estrellas y me apuré a regresar antes de que el alcohol pasara a ser el peor enemigo.
Desde atrás la luz encuadraba la ventana y bañaba el balcón, la cama y la pierna derecha de Nina que estaba tendida de costado.
– Ven aquí, gostoso–me dijo y apoyó en la mesa de luz el vaso con restos de azúcar y lima.
Rodamos de lado a lado de la cama enredados en bikinis, arena y olor a coco. Descubrí con lentitud cada recodo de su cuerpo, probé la sal de su piel y su sudor primitivo.
La marca de su bañador iluminaba un camino blanco, la cadera y los omóplatos eran una duna que el viento moldeaba en esa noche de febrero. Contorsiones, susurros en portugués. En el momento en que comencé a creer que nada de lo que pasaba era un sueño, un estruendo cercano nos congeló.
Luego un segundo de silencio. Otro y otro mas.
Nada.
Intenté convencerla de continuar alegando que sería un gato corriendo por el techo pero mientras divagaba explicaciones una enorme sombra se proyectó sobre nosotros cubriéndonos como un eclipse. Nina volteó la cabeza, soltó un grito corto y de un salto se puso de espaldas, se cubrió con la sabana hasta la nariz y me dejó con las manos sosteniendo una cintura invisible. Miré por sobre mi hombro y encontré la figura de un hombre parado en el balcón, mirándome con los brazos cruzados sobre su generoso abdomen. No recuerdo haberme sentido tan vulnerable en mi vida, desnudo, de rodillas y con mi deseo en evidencia a la luz de la luna frente a esta enorme irrupción que me escrutaba en la oscuridad.
Dió un paso hacia adentro y se detuvo al pie de la cama. Lo siguió una estela de alcohol y transpiración. Me observó en silencio unos instantes y comenzó a caminar alrededor de la cama. Tenia un tatuaje al costado de su cabeza calva. Pasó a mi lado, se metió en el baño y prendió la luz que iluminó un rincón de la habitación.
El grifo chirrió al abrirse .El hombre murmuraba algo mientras dejaba correr el agua. Sus manos se refregaban lubricadas por el jabón y soltaba un sonido húmedo. Cerró el grifo y se secó las manos mientras cantaba una cumbia peruana que decía algo de una suegra.

Apagó la luz y caminó hacia nosotros, recorrió a Nina con la mirada y con ternura observó sus ojos que se asomaban por debajo la sabana. Bordeó la cama haciendo crujir el piso de madera con sus pies descalzos y se detuvo frente a mí. Lentamente comenzó a levantar su mano derecha. Nina se estremeció detrás mío. El tatuado extendió su brazo hacia atrás y tiró una la lámpara que estalló contra el suelo. El perro soltó un ladrido seco que retumbó en la noche. La sombra sostuvo la mano sobre mi cabeza, cerró el puño y pareció dudar. No pude evitar cerrar los ojos. Su risa fue llenando el vacío de la habitación hasta ser una carcajada. Dejó caer su pesado brazo y mostrando su dentadura incompleta me extendió su mano.
–¡Lo tenemos todo compañero, lo tenemos todo! –me decía mientras me sacudía.
Liberó mi mano y se fue al balcón, donde perdió su vista en las estrellas. Hundió el dorso de sus manos en la cintura , levantó el pecho, respiró hondo y dijo algo incomprensible. La miré a Nina y levanté los hombros con desconcierto. El visitante bajó la cabeza , dejó escapar un suspiro y pareció comprometer su equilibrio por un instante, medio paso a la derecha y otro en diagonal provocaron que perdiera la vertical y desapareciera por la baranda del balcón. En su caída atravesó la pérgola de cañas del primer piso y golpeó contra el techo de la planta baja, rodó por las tejas que sonaron como un xilofón de barro y cayo en la arena, como una bolsa de papas. Un quejido fue lo último que escuché de su boca.
Intenté convencer de Nina de continuar nuestro romance pero la situación era irrecuperable.
El vestido azul cayo sobre sus caderas como un telón, recogió las bragas del suelo, las metió en el bolso. Se fue y me dejó con el eco de lo absurdo flotando en el aire.
Me senté en una silla de bambú a mirar el mar, y fumando un cigarrillo busqué alguna moraleja en la experiencia vivida. Una explicación del orden divino o las constelaciones. Quizás el karma. No la encontré.
A la mañana siguiente desayuné en la misma mesa donde la conocí, pero Nina no apareció. Pedí un zumo y unas tostadas de pan de centeno, para justificar un cigarrillo.
Desde el fondo de un pasillo unas voces anticipaban la llegada de una pareja, el tono de la mujer fue subiendo y se confirmó en insultos y recriminaciones. Unos pasos detrás de ella apareció el pelado de la cabeza tatuada con una con una pierna enyesada y sostenido por muletas. La mujer pagó la cuenta sin dejar de gritarle y amenazarlo. El hombre levantó la vista del suelo y me encontró mirándolo. Resignados sostuvimos una mirada de Comprensiva complicidad. Siguió en silencio a su esposa y yo dejé dos soles de propina.
Una noche lo tuvimos todo.

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