Estaba
en la cola del banco, odiando a una señora que se demoraba en una charla con el
cajero cuando en una distracción me invadió una idea para un cuento. Por su
andar parecía buena, y me olvidé por completo del fastidio y del lugar. La idea
era elegante y resuelta, me miraba desde un rincón como si nos conociéramos de otra
parte o como si siempre hubiera estado en mí. Me abordó con tanta naturalidad
que me sentí un poco intimidado y me hice el interesante, confiado en que no se
iba a escapar. Pero el llamado del cajero me succionó de la escena y me apuré
con mis cuentas impagas.
Cuando
regresé a su encuentro ya se había ido, no quedaba ni su perfume de pelo recién
lavado, pero no me preocupé demasiado, era una idea muy potente y además ideas
como esa no se someten al olvido así nomás.
Pasó
ese día, y varias noches y mi idea no volvía, por más que me esforzaba en
recuperarla, su forma -mas bien mi recuerdo de su forma- se desdibujaba sin que
pudiera hacer nada mas que añorarla. Por costumbre me baño por la mañana, pero
en esos días me duchaba cada noche con un jabón de lavanda con la ilusión de que
nos encontráramos entre sueños. En la mesa de luz, a un manotazo de distancia
tenía preparadas una libreta y una lapicera. Lo peor de su ausencia era que no podía
pensar en ninguna otra idea, cuanto más pensaba en su regreso más hueco soplaba
el viento.
Una mañana en que me quedé sin yerba decidí
que lo mejor era sacármela de la cabeza, no iba a ser mi primer ni mi ultimo
duelo, además si no había vuelto es por que no sería mas importante que
cualquier otra proyección de mis
divagues.
Pero
una tarde, en plena mediación de
divorcio con mi ex mujer y sus abogados
me pareció reconocer su sombra fugaz a través de una ventana de la única
ventana de aquella oficina tan beige. Creo que nadie notó como me sobresalté e intenté
mantener cierta presencia, pero estaba tan pendiente de darle caza a la
fugitiva que para ser sinceros no comprendí una palabra más de lo que estaban
diciendo. Me puse muy ansioso, e inventé una excusa para salir decidido a retenerla
de alguna manera, pero cuando llegué al pasillo solo quedaban unas pisadas de
tacos que la alfombra nueva iba evaporando. Volví tan decepcionado a la sala
que ni escuché que la mediación había fracasado debido a mi falta de interés.
Mi ex masculló algo de mis capacidades de siempre y que no quedaba más
alternativa que ir a juicio. Su abogado y el mío parecían finalmente coincidir
en algo.
Salí
del edificio, un grumos de gente se cruzaban delante de mis ojos, y yo en mi doble derrota no sabía para que
lado moverme. Lo primero que pude pensar era si así se sentiría un K.O. Necesitaba
alguna certeza y, caminé corrientes a contra sentido hacia una pizzería amiga, porque
en momentos de duda no hay nada más seguro que una porción de pizza de parado
en Guerrín.
El
queso de la pizza se alargó en varios pingüinos del vino de la casa y charlas
con desconocidos. Todos parecíamos añorar alguna idea perdida entre resignación
y borrachera triste.
Cuando
me di cuenta de que ya estaba bien de autocompasión, me fui tanguear mí viernes
en las librerías de usados. Entre los LP de Almendra y un póster del polaco me
sonríe ahora un papa argentino. Amenazado por la resaca que asomaba me puse a revistas radiolandia con la ilusión de idearla
desde alguna foto, o al menos de olvidarla para siempre. Seguí corriente arriba
y cuando cruzaba Callao, en el medio de la avenida aflora, con la naturalidad
de alguien que salio a comprar otra botella de vino y volvió. Me quedé pasmado,
parecía que nunca estaría para recibirla. Una bocina de colectivo me violó los oídos
y de un impulso aterricé en la vereda. Ella seguía ahí, mirando por detrás del
hombro, y esta vez parecía dispuesta a quedarse conmigo. Para no asustarla
disimulé mi ansiedad de retenerla y busqué mi libreta en los bolsillos, pero
solo encontré un puñado de billetes arrugados. Al menos la borrachera no me
había arruinado económicamente. A mi alrededor todos los locales estaban
cerrados o sus empleados baldeando las veredas. Cada vez que nos encontrábamos
el universo parecía una cornisa. Confundido llamé a un taxi agitando el brazo,
y pensé que ya tenía todos los movimientos de un viejo. Los vidrios estaban
empañados, menos el de adelante, que el taxista insistía en limpiar con una
franela que dejaba un camino de pelusas amarillas. Con apuro, para que ella no
se moje y le pedí al taxista un papel y una birome.
Me
puse a garabatear en la oscuridad las líneas de la historia, siendo fiel a esa
figura que me miraba como a través del
humo, pero la birome tosió dos hilos de tinta y se secó a traición, como el
agua caliente en plena ducha. Sentí que se escurría como por el espiral que
hace el agua en un lavatorio, pero antes de que se vaya hendí un garabato con
la punta seca de la birome en el papel.
Llegué
a casa, me caí en la cama desecha y me quedé dormido con las zapatillas
puestas, empapado pero con la tranquilidad de que en el bolsillo de mi campera había
quedado la huella de mi conquista.
Cuando
me despertó el sol en la cara la resaca ya había tomado total control de la
situación y mi estado de ánimo, busqué a tientas entre las ropa tirada en el
suelo mi campera, metí la mano en un bolsillo y solo había un volante de un
cabaret y un ticket de supermercado. Metí la mano en el otro y allí estaba el
papel a rayas doblado como un fuelle. El alma me volvió al cuerpo.
Me
senté en la mesa de la cocina frente a desayuno deshecho y alisé el papel
contra el borde de la mesa, pero al abrirlo, en vez de apuntes encontré tallado
sin tinta un número de teléfono. No tenia el 15 delante, por lo que deduje que
era el número de una casa.
Marqué
el número, apoyé el auricular en la oreja y lo escuché sonar. Una, vez, luego
otra y otra. Quizás había marcado mal. Me tomé el mate, estaba frío. Marqué de
nuevo. Tuuut, Tuuut, seis veces, siete veces. Ocho.
Una
voz de mujer atiende y me dice con profesionalismo, “el número que ha marcado
no corresponde a una idea en servicio”.
Otra
vez se fue, seguro que no era tan buena.