jueves, 28 de abril de 2011

Mal de altura


Ya no podía estar allí, cada pizca de pasado había transformado la casa en un salar. Facundo necesitaba aire, necesitaba paz; un tiempo lejos sería lo mejor.
Bolivia era el sitio más lejano al que podía ir con los puntos acumulados en su tarjeta de crédito. Metió a las apuradas su ropa en una maleta, olvidando todo lo que pudo.
Durante el vuelo, las imágenes en su cabeza galopaban sin dirección, “Como pudo hacerme eso? Ya no podíamos seguir juntos. Las crisis son oportunidades dicen los chinos. Tengo que dormir. Esa rubia me mira a mi? Si no me gusta la ciudad me voy a otro lado, o me vuelvo . Estará sola? Volver? Adónde? Ahora estoy sólo. Basta, se fue. Quizás... Que me saquen esta bandeja de una vez”
Al salir del aeropuerto , la cabeza se le partía desde el entrecejo hasta la nuca, moverse era como remar en el barro.
-Lléveme hasta el centro, por favor -le dijo al taxista.
-Como usted mande. ¿Argentino?... ¿Qué pasó en el mundial? Eh?... Es que el Maradona no sirve…
Que se calle ,que se callen todos. Me aturden desde adentro
Caminó como un autómata por barrios retorcidos, calles trenzadas por el tiempo. Todo era denso, el tránsito, su Soledad, las maletas, sus recuerdos.
“Pensión Diamante”, listo, me meto acá; no puedo dar un paso más. El pasillo era como la manga de un abrigo, al fondo , una señora de pelo blanco miraba una novela a todo volumen mientras se limaba las uñas.
— “Pero que cara…” . “Tómese un tecito de coca y recuerde: caminar despacito, comer poquito y dormir…solito”.
Sólo, como sabe esta vieja?
Le cobró por anticipado y descolgó de la pared un llavero de madera que tenia un 3 surcado con bolígrafo .
El cuarto estaba descascarado como una cebolla seca y olía como un cenicero. Dos camas, una encima de la otra, y al fondo una pequeña ventana daba a la cocina.
Se acostó sin sacarse las botas y se quedó dormido. Soñó con una lluvia de lágrimas saladas, con nubes bajas que lo hundían en espirales de arena. Soñó con ella. Instintivamente despertó, abrió bien grandes los ojos y la boca, como si saliera del fondo del mar. En un reflejo se levantó y golpeó la frente contra la cama de arriba. ¿Dónde estoy? Me ahogo. El corazón bombeaba en sus oídos, en sus sienes, en sus ojos. Como pudo sacó la cara por una hendija y se llenó la boca de olor a cuis frito y chicharrón. Tuvo que hacerlo varias veces hasta poder volver a la cama. Intentó tranquilizar su respiración, aquietar su mente, recordando aquellos ejercicios de meditación que solía hacer con ella. El ahogo le movía las tablas del suelo como dominó lisérgico.
De repente un mazazo sonó arrítmico a sus latidos; otro más y otro. Se escuchaban gritos en el cuarto de al lado y en cada golpe parecía que alguien quería tirar la pared abajo. Gritos cada vez más fuertes. La violencia ardía como la mecha de una bomba.
Con el último martillazo el silencio mortal.
Facundo quiso desaparecer, tenía temor de que se oigan sus palpitaciones, su parpadeo, el crujir de sus tripas. Deben saber que estoy acá, me deben haber visto, ¿quien no ve a un gringo? Van a creer que escuché todo; yo no escuché nada, lo juro, no se lo voy a decir a nadie.
Quedó inmóvil hasta que se asentó el silencio; sólo entonces se animó a mirar el vacío a través del ojo de la cerradura y, suavemente, abrió la puerta.
Estaba solo.
¿Cómo me escapo de La Paz?

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